lunes, diciembre 19, 2011

José de la Cuadra: Arquitecto.

 

A continuación, comparto esta joya maravillosa, escrita por el José de la Cuadra, sobre la belleza urbana y arquitectónica del viejo y casi desaparecido Guayaquil. 

Esta crónica del escritor Guayaquileño, titulada “La Canción de las Casas Antiguas del Puerto”, delata una sensibilidad estética que va más allá del universo de las palabras;  y se enraíza en el mundo cotidiano que le rodea como ciudadano y artista.  El escritor confiesa su encanto por la belleza de aquella ciudad de café, cacao y madera que inspiró muchas de sus obras; y que el pasar del tiempo las ha convertido para nosotros en leyendas de fantasmas.

Esta crónica se publicó en la revista “Semana Gráfica”, el 24 de junio de 1933. Se encuentra reproducida en el libro “Obras Completas José de la Cuadra”, publicado por la Biblioteca Municipal de Guayaquil en abril del 2003.

Espero que lo disfruten tanto como yo.

de la cuadra

LA CANCIÓN DE LAS CASAS ANTIGUAS DEL PUERTO

OBRAS COMPLETAS

JOSE MARIA DE LA CUADRA.

HAY UN POEMA DE LAS CONSTRUCCIONES. Pero las construcciones, ellas mismas, poemas. Poemas facturados con materiales sólidos, -piedra, madera, cemento- en vez de con espumas de sueno como los otros. Así, los arquitectos resultan en el fondo tan poetas como los que alinean versos, con la diferencia de que son gentes de más serias costumbres y arreglado modo de vivir. Lo cual no empecé a que forjen obras maravillosas, cuyo arranque inspirante parece como que se encontrara en el laberinto de los delirios oníricos.

La elocución poética guarda correspondencia con el equilibrio arquitectónico, y muchas de las modestas reglas del obrar de alarifazgo son, si bien se las mira, cánones de armonía inanimada.

Definiendo la arquitectura religiosa, se ha dicho que ella es la plegaria.

Es verdad.

Pero, todavía anda más allá la verdad.

Intentare una definición

En general: La arquitectura es la poética de los sólidos.

Hallo justo el concepto metido en la metáfora.

Más, si estos no me extrañan, por lo menos me aparta del asunto.

Hay un poema de las construcciones, repito.

El de las viejas casas guayaquileñas, no ha sido escrito aun. Palpita no mas en cierto ambiente insigne que s e esta esfumando y que pronto terminara por recluirse en las crónicas tradicionales para regalo de las honradas polillas.

Yo he pretendido más de una vez esbozar el canto de las antiguas casas del puerto. Lamentablemente, no soy poeta, y la canción se me escapo como un poco de tierra entre los dedos angustiados.

En el prologo de Repisas amaño tientos liricos, bastante desastrados por supuesto, sobre el tema evocador.

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En mi novela Los monos enloquecidos que lleva eternidades de imprimirse en España sin que la pobre aparezca por ninguna parte, un protagonista cuenta así, entre otras cosas, al describir el Guayaquil del pasado: “A Las Calles se asomaban las fachadas de la casas de umbrosos soportales, hospitalarios refugios contra el sol quemante, los aguaceros cerrados de Chongon y los cortante vientos de Chanduy… Eran casas con toldas de lona blanca como velas de balandra… Eran más cordiales, mas propicias, más hogareñas… Grandotas, cabía en ellas, integra una de esas largas familias patriarcales que entonces había… Eran Feas, quizás; pero tenían no se quede maternal… ¡Ah, y con sus techos de tejas coloradas eran frescas como una tinaja de piedra pómez!”.

En propiedad, estas casas vestidas de trapo pertenecieron a la carpintería colonial y dejaron de hacerse en el siglo anterior, por ahí a raíz de la peste negra virtualmente han desaparecido. Quedan alguna que otra, vergonzantes, refugiadas en callejones sórdidos por donde transcurre, a media noche, la sombra en pena de una época muerta. Estas casas viven ya más en el recuerdo de los ancianos, cuya memoria es un museo ambulante. Tienen, pues, una existencia imaginaria, o si se prefiere, histórica.

A esta generación de casas achaparradas sucedió otra, muchos de cuyos esbeltos ejemplares e mantienen en pie, viéndose como chatos y preteridos entre esos castilloides de cemento armado o de hormigón que son las moradas de hoy y que, para mí desentonan en el escenario paisano.

Aclaro: no peco de amor por lo ido, por ilustre que fuere… Que no rimen con el panorama los edificios modernos, no significa que desconvengan… Acomodo tan solo un punto de vista estético.

En mi opinión, para que la vivienda sea bella en el conjunto natural, ni ha de ser más alta que el árbol más alto, y nuestro árbol mas alto es la palmera…

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La casa es como la mujer del árbol vecino y, en la mensura shakesperiana, ha de quedar un poco cabe su protección, bajo la copa. La fronda sobre el techo es un amparo más: un doble cobertizo contra el cielo inclemente.

En nuestro paisaje de mansa llanura y rio amplio, acuerda mas la casa ancha y de corta alzada. Como que la casa demasiado erguida, estrecha y ágil, semejante a una torre, se hubiera hecho para los sitios de montana, en donde levante dominio, y enseñoree, y se quiera poner en pleitos de encumbramiento con las cúspides.

Estas buenas casas nuestras fin de siglo XIX y albor del siglo XX, llevan también trazas de desaparecer en breve.

Tan pocas restan en la plenitud de su construcción inicial que uno ha de referirse a ellos por unidades. Son unas cuantas mansiones burguesas en el malecón, mirando al agua.

Y aun no tienen su canción

No obstante, se la merecen.

Lo positivo es que si en esta oportunidad no se las canta, se irían así al ayer. Los poetas de mañana no repararan en su suave poesía intrínseca sino que las consideran en cuanto símbolos de una era de rijosa explotación, y las odiaran lo propio que ahora odiamos el aparato de los tormentos abolidos.

Vendréis, pues en ruinas, os caeréis a pedazos podridos; os tornareis de escombros, y dejareis vacio el solar que fuera el vuestro, ¡oh, casas antañonas!; y todo eso se consumara en un desesperado silencio, sin música de versos y sin las bonitas figuras literarias de que tanto placían las muchachas que os habitaron…

Mejor desde ya habrá que tratar de vosotros en conjugación de pretérito.

Si; es más sincero, ¡oh, clásicas casas del puerto! para quienes no ha habido gracia de cantar…

Sin embargo, vosotras erais hermosas como matronas bien conservadas… En vuestras fachadas de claros colores, con grandes chazas de persianas o barajas menudas, reflejaba el sol jugando su juego de iris y la Luna, jugando sus juegos de plata… En vuestros soportales, preservabais siempre una umbría madura para los enfebrecidos trajinantes… EN vuestros zaguanes solemnes, por los que habría cabido entrar una procesión de Domingo de Ramos, había siempre un rincón para el beso escondido… En Vuestros cuadrados patios de arena secabais la Pepa de oro, y con frecuencia, también, de tisis, el pecho de los cacahoeros… EN vuestras enormes cocinas – cocinas de feudalidad eran, y por eso, parecidas a las de las viviendas medioevales-, mientras humeaban las viandas se armaban tertulias populares entre los servidores caseros y los peones que venían cada semana de la hacienda, trayendo los productos… En vuestros comedores, que se abrían sobre el claustro y que olían siempre a cacao fresco y a agua en recipiente de barro, se servían banquetes opulentos…

En vuestras piezas de estar; se movían pausadamente las hamacas, tamañas como canoas cargueras, en las cuales decurría, de nacimiento a muerte, con un perezoso ritmo de balance, la existencia de los patrones, con horros intervalos de verticalidad laboriosa…

En vuestras inmensos salones, alumbrados por gigantescas arañas que quemaban torrenteras de gas. Dabanse las fiestas; el piano de cola inundaba de ruidos la calle cuando tecleaban las alegres polcas y los inacabables valses en La Mayor… En vuestras galerías fronteras, cuyo modelo copiasteis de la cubierta de los barcos, sonaban las niñas, vuestras niñas, las niñas de la casa…

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Eran atractivas vuestras damas jóvenes, con sus largos trajes, sus corpiños subidos, sus trenzas caedizas y sus ilusiones en la cabeza; asomadas a la ventana, contemplando el rio, sonaban sus sueños dorados que al amontonarse los anos se convertían -¡como siempre!- en una pedestre domesticidad; al compas de la hamaquita leían los libros que mandaba el primo que estudiaba en Europa y en el cual esperaban un presunto consorte, o entonaban, generalmente muy mal, pasillos alaridos por Julio Flores; y muchas recitaban, con llanteos de oratoria romántica, composiciones truculentas, donde había un hombre que se mataba por una mujer a la cual no le venían en gana natural el enamorarse de él… Algunas de esas doncellas maltrataban el francés… Verlaine estaba de moda.

Verlaine había revocado sus parnasianismo pisaba su etapa sentimental… A aquellas muchachas se les ocurría delicioso cuando exaltaba a su amada, que, como ellas mismas solían usarlo, puesto o impuesto, tenían un nombre carlovingio…

¡Lastima de esas vírgenes que ha rato dejaron de serlo, aun cuando sea por haberse matrimoniado con el sepulcro!

Para alguna de ellas, frente a cualquiera de vosotras, ¡Oh, casas antañonas!, sonaría una madrugada antigua la ultima serenata.

Es profundamente sensible que ese charrasqueo de bandurrias y guitarras haya sido también la postrera canción que tuvisteis, ¡oh, viejas casas del puerto!