jueves, junio 28, 2012

El Solitario Salado.

Mi columna de hoy, en el diario “El Universo”.

estero

(haga click sobre la imagen para ingresar).

viernes, junio 22, 2012

La 2da Parte de “La Descarga”. Una Charla sobre el estero Salado.

Les dejo aquí la segunda parte de “La Descarga”. En esta ocasión, Andrés Crespo y José María León me invitan a conversar sobre el estero Salado; su trágica situación actual, y el potencial que tiene, si logramos rescatarlo.

lunes, junio 11, 2012

Bradbury en el Planetario de Buenos Aires.

 

Una crónica de nuestro amigo y colega, Gus Nielsen.

Bradbury en baires

Se ha ido un personaje que marcó a muchos en su forma de entender el futuro, y en su manera de haceros reflexionar sobre el presente.  Ray Bradbury escribió los primeros libros que leí en esa frontera indescifrable que hay entre la infancia y la adolescencia.

Lo interesante de su literatura no es el futuro que plantea.  Encuentro fascinantes sus historias,  porque en ellas se ve la universalidad de ser humano;  característica que diferencia a Bradbury de Assimov y demás contemporáneos de la Ciencia-Ficción.

Ya en Quito, diez años después que me devorara “Crónicas Marcianas”, “Fahrenheit 451” y “El Hombre Ilustrado”,  entré por requisito de créditos en Literatura la clase de literatura que diera Álvaro Alemán por ese entonces en la USFQ. Ahí me enamoré desde mi nueva perspectiva de arquitecto en ciernes del penúltimo cuento de “Crónicas Marcianas”,  llamado "Vendrán Lluvias Suaves", el cual trata sobre una casa abandonada.

Nuestro amigo Gus Nielsen -escritor, arquitecto y blogger argentino- nos comparte una nota suya, sobre la visita del Ray Bradbury al Planetario Galileo Galilei de Buenos Aires. Les dejo el link, para que la disfruten:

"El Planetario de Buenos Aires y Ray Bradbury", por Gus Nielsen.

Un Tributo Arquitectónico a Ray Bradbury:

 

Mi cuento favorito de “Crónicas Marcianas”, desde

mi punto de vista como arquitecto.

bradbury
AGOSTO DE 2026

Vendrán lluvias suaves

La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!
En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
-Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California. -Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara- Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.
En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.
Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno! Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía afuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: Lluvia, lluvia, aléjate... zapatones, impermeables, hoy.. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía.
Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.
A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante. Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.
Las nueve y cuarto, cantó el reloj, la hora de la limpieza.
De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.
Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.
Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.
Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado. «¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?", y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.
La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló, temblando, en el porche.
La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce.
El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
Las dos, cantó una voz.
Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había desaparecido.
En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.
Las dos y treinta y cinco.
Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.
Las cuatro y media.
Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.
Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento. De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.
Era la hora de los niños.
Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.
Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.
-Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?
La casa estaba en silencio.
-Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin---, elegiré un poema cualquiera.
Una suave música se alzó como fondo de la voz.
-Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece...
Vendrán lluvias suaves y olores de la tierra,
y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco,
y petirrojos que vestirán plumas de fuego
y silbarán en los alambres de las cercas;
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesará que haya terminado.
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente;
y la misma primavera, al despertarse al alba
apenas sabrá que hemos desaparecido.
El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.
A las diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina. La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.
-¡Fuego! -gritó una voz.
Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
-¡Fuego, fuego, fuego!
La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.
Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caen La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.
El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.
De pronto, refuerzos.
De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.
El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con un serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.
La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.
En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante...
Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas! Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.
Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
-Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis, hoy es...

viernes, junio 08, 2012

"La Descarga" inicia su 2da Temporada con "Ladrillazos".

Tuvimos el placer de colaborar con los amigos de Gkill City, en el inicio de su segunda temporada de "La Descarga".

En medio de un ambiente muy inusual, rodeados por un escarabajo VW rojo, mis hijos -el "Punkerito" y el "Budha"- y una pileta de Mickey Mouse, pudimos conversar temas importantes para Guayaquil;  como el rescate del río Guayas, el estero Salado, el patrimonio arquitectónico fueron parte de este conversatorio entre panas preocupados por el futuro de la ciudad.

Que lo disfruten!


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viernes, junio 01, 2012

Matar a un Coliseo.

muere coliseo muere

A ya mucho tiempo atrás, comencé una campaña extraña, que me ha hecho merecedor de las miradas más bizarras entre quienes me conocen. A través del portal “causes.com”, solicito que me apoyen para pedirle al alcalde de Roma que demuela las ruinas del Coliseo Romano.

Por qué pedir semejante barbaridad? La respuesta es simple: por humanismo. Estoy convencido que –bajo ninguna causa o circunstancia- puede considerarse al coliseo como algo bello,  como una obra de arte;  y peor aún, como una obra arquitectónica. Ni el arte ni la arquitectura pueden tener su justificación original en el homicidio de otros seres humanos.

El Coliseo Romano no fue construido con la intención de mejorar las vidas de los romanos. No es un lugar de albergue o vivienda. No es un lugar donde los antiguos romanos fueran a buscar mercancías, o justicia.  Tampoco se trata de un templo,  destinado a satisfacer la curiosidad sobre los orígenes del universo, a través de un rito, o de la leyenda mítica de algún dios.  El Coliseo Romano fue construido para matar seres humanos.  Se trataba de una herramienta de distracción masiva de la época,  para desviar la atención del pueblo a temas mucho menos trascendentes en la vida pública del Imperio; y mucho más crueles, como matar a alguien para satisfacer el morbo de los demás.

El que nosotros consideremos como “Maravilla de la Arquitectura Moderna” a una infraestructura concebida y edificada para la contemplación de la muerte ajena deja mucho que desear de la humanidad. Es semejante a que lugares de eventos atroces, como Dachau o Auschwitz fueran considerados como “Maravillas”. Por suerte para nosotros,  Adolf Hitler no puso ni una pizca de estética en los macabros lugares donde se cometió el Holocausto.

Auschwitz

Muchas personas me han planteado que mi postura es exagerada. Que el edificio no tiene la culpa de los hechos ocurridos en aquel lugar.  Definitivamente, concuerdo en que no se puede culpar a un edificio. Es obvio que ningún edificio puede tener intenciones; ni buenas, ni malas. Sin embargo, todo edificio y –en general- todo espacio concebido por la mente humana es una alteración del entorno para conseguir un propósito. Eso convierte a las obras arquitectónicas y a los espacios públicos en herramientas.  El Coliseo sirvió para el propósito de entretener a los romanos matando esclavos.  El Coliseo fue una herramienta destinada a provocar la muerte. Así de simple.

la bastilla

Otro factor que se debe tomar en cuenta es el valor simbólico que tienen los edificios y las ciudades. Al tener un valor de estandarte, los edificios y las ciudades se desempeñan no solo como hitos en el espacio,  sino en la historia. Ejemplos: la Caída de Roma marca el inicio de la Edad Media;  la toma de La Bastilla en París fue la ocupación de una cárcel que contaba con apenas 4 prisioneros, pero significó la caída de la monarquía francesa;  Al Qaeda no necesitó invadir el territorio americano para afectar a los Estados Unidos,  solamente se requirió que 4 aviones se estrellen contra edificios estratégicos y –sobretodo- emblemáticos.

wtc 02

Entonces, cómo sorprendernos de las matanzas en las escuelas secundarias? Cómo impresionarnos por que un demente rapta a su hija, la hace vivir en un sótano y la somete sexualmente durante 15 años?  No están todas esas facetas oscuras de la humanidad siendo veneradas y exaltadas en este edificio, hace siglos construido para que en él mueran esclavos, cristianos y demás perseguidos de la época?

Por todo lo anteriormente expuesto, soy de la opinión, de debe cortarse la idolatría al Coliseo Romano. Personalmente, preferiría que se demuela, tal como se hace con los viejos hoteles en Las Vegas. Que el acto simbólico de recuperar la cordura se celebre como un gran espectáculo; con luces, fuegos artificiales y dinamita. Si no se logra tal quijotada, al menos que se trate al Coliseo como un Memorial.

demolicion hotel las vegas

Ciertamente, el Coliseo no tiene la culpa de lo que los humanos hicieron en su interior, siglos atrás. La única diferencia entre una herramienta y un arma está en la forma en la que es usada. La humanidad debería caer en cuenta en la forma cómo fue usado el Coliseo. Definitivamente, es mejor  si mantenemos al Coliseo y a las demás armas fuera del alcance los niños.