Mi ciudad vive sin luz. Mi ciudad es parte de un país compuesto por ciudades sin luz, dentro de un continente que se llena de presas hidroeléctricas secas.
Mi ciudad ha viajado en el tiempo, fusionando con el presente dos capítulos del pasado. El siglo XXI se nos presenta de manera burlesca, ataviado con las tinieblas de la Edad Media y las humeantes esquinas de toxicidad victoriana.
Cuando la luz se va, se va gran parte de la gente, y aparecen los generadores. Vienen de todos los tamaños y colores. La ciudad se llena de ellos. Las conversaciones se apagan. Cuando se va la corriente, también se va el silencio con ella.
Cuando se va la corriente, nos visita un poquito de muerte. La ciudad respira más porquerías que de costumbre. Curiosamente, nadie saca un estudio de impacto ambiental que hable sobre las consecuencias de tanto generador metido en el espacio público. Compadezco a mis amigos de barrio que hacen su vida en los soportales de las calles, por el hollín que les meten en los pulmones. Siempre que puedo, les recomiendo entrar en sus casas.
En mi estudio sobrellevamos la situación gracias a las baterías de las computadoras portátiles. Distribuimos el tiempo de tal modo que las exploraciones tradicionales se hagan durante los apagones. Antes, cuando los apagones nos arrebataban la mitad del día, tuvimos que volvernos noctámbulos. Dibujos a mano alzada y maquetas de día; planos digitales de noche. La arquitectura se volvió mas monástica que nunca.
Más allá de las responsabilidades políticas –presentes y pretéritas- implicadas en esta situación, interpreto esta situación como un síntoma más que delata la próxima llegada de un segundo oscurantismo; lo cual se complementa con un planeta que se hartó de vivir domesticado por nosotros. Los apagones no son sólo en Ecuador; también ocurren ahora en Venezuela, Bolivia y parte de Colombia. Perú y Panamá hacen esfuerzos bárbaros para no tener que restringir la electricidad. En lo que va de esta década, California, Nueva Inglaterra y parte de Canadá han tenido situaciones semejantes, aunque no tan prolongadas. No sólo volvemos al pasado; lo repetimos en un estrato superior. Tal como los romanos arrasaban con cultivos, ganados y bosques en sus termas y bacanales; nosotros nos atiborramos de corriente; tragando más de los que producimos.
Quizás seamos sólo la punta de un iceberg degenerativo de la infraestructura mundial. Después de todo, la cadena se rompe siempre en su eslabón más débil. Aún así, no queda más que pedir por tiempos mejores.
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