Los edificios
institucionales reflejan en su estética la salud de las organizaciones que
contienen. Esta premisa no es para nada
novedosa. Resulta evidente para
cualquier persona de vista aguda. Los libros de historia de la arquitectura
están repletos de casos de este tipo. El famoso Coliseo Romano –edificación que
me niego a aceptar como “Maravilla de la Humanidad”- vivió tiempos
oscuros, luego de caído el Imperio; durante los cuales dejó de ser el emblema
construido de la Roma brutal y se convirtió y en un sitio abandonado para
pastorear ovejas. Mucho tiempo tuvo que
pasar para que el Coliseo recuperara su antiguo “esplendor”, adaptándose como un fortín de los ejércitos
papales.
Dicha
característica de los edificios no nos es ajena a los ecuatorianos. Podemos descubrir mucho sobre nuestra
historia, no solamente viendo la
preservación de nuestras edificaciones,
sino también analizando las alteraciones realizadas en ellos y los motivos por las cuales se
produjeron. Nuestro Palacio Municipal
pasó tiempos peores, y semejante crisis se
delataba en el decaimiento de sus fachadas.
Un paseo detenido por el interior del Palacio de Carondelet nos podría
mostrar también las readecuaciones realizadas por quienes –décadas atrás- realizaban
meditación trascendental, en lugar de
dedicarse a gobernar.
El edificio de
la sede de las Naciones Unidas, en Nueva
York, es un hito importantísimo dentro
de la arquitectura contemporánea. Su concepción fue el resultado del trabajo
realizado por un comité de arquitectos,
compuesto por representantes de varias partes del mundo. De entre ellos, sobresalían grandes modernistas,
como Oscar Niemeyer y Le Corbusier. De las cincuenta propuestas diferentes, se selecciona la propuesta la propuesta “23 A”, desarrollada por Le Corbusier.
Crecí con la
idea que las Naciones Unidas era la máxima expresión de rechazo a las barbaries
cometidas durante la Segunda Guerra Mundial,
y por ende, la cimentación de un
nuevo humanismo. Grande fue mi
decepción, cuando en agosto del 2009 me encontré
con un edificio deficientemente mantenido;
con manchas de hollín en las ventanas y piezas de mármol faltantes en
sus fachadas norte y sur. Los
cielorrasos se encontraban atacados por manchas de humedad y goteras. En su sala de exhibición había una muestra
sobre los horrores sufridos en Hiroshima y Nagasaki. Una capa de polvo y
descuido cubría las fotografías que narraban tan dantesco evento histórico.
Desde
entonces, me quedó claro que las
Naciones Unidas de hoy no son ni el garabato de lo debieron haber sido. Veo las
imágenes en los noticieros, tanto del Consejo de Seguridad como de la Asamblea
General, y encuentro tomas de personas apáticas y desinteresadas frente a la
retórica de discursos estériles. La foto de George W. Bush preguntándole a Condoleezza
Rice, si podía ir al baño es un ejemplo tristemente inolvidable.
Las Naciones
Unidas no son un medio para solucionar los problemas de la Humanidad. Al
contrario: es un estorbo, donde
americanos, rusos y chinos bloquean todo aquello que vaya contra sus intereses.
No es de extrañarse que tengamos hoy eventos tan trágicos como los de Gaza, sin
que las acciones de la ONU vayan más allá de un insípido reproche a las partes
involucradas.